11. El regalo del Nilo
Los días del porvenir quedan ante nosotros
como una fila de candelitas encendidas –
doradas, calientes, candelitas vivas.
Los días pasados quedan atrás,
como una triste línea de candelas apagadas;
de las más cercanas sale todavía humo,
candelas frías, derretidas y curvadas.
No quiero verlas; su imagen me entristece,
y me entristezco al recordar su luz primera.
Al frente miro mis candelas encendidas.
No quiero regresar, para no ver y estremecerme
lo rápido que se prolonga la línea oscura,
lo rápido que se multiplican las candelas apagadas.
Constantino Cavafy
Doña Alexandra –la capitana- y su hija, Ismini, la prima de Déspina –una jovencita de veintidós años-, están besando una por una las ventanas de su kula –la casona noble que tienen en Ténedos.
El velero de tres mástiles, cargado con los bultos –alhajas de oro y apenas lo que ellas pudieron recoger (una pequeña bolsita de tela bordada con una piedra y un poco de arena de la playa)- está navegando por el Mediterráneo reluciente.
Regalo del Nilo se le llama a ese país, donde la tía Eleni y la sobrina Efthymía –La Alegre-, bien acomodadas aquí, hace cien años ya, las están esperando.
En el horizonte se divisan sólo unas palmas de dátil. Así se hace en el Sáhara desde lejos. Se aproximan y anclan. Iskenderiya. La ciudad que sembró Alejandro el Magno; con su cuerpo y su espada... Alminares que espadan el cielo. Ambiente amarillento. Bab Sindra –la aduana antigua- está llena de cajones. Sobre ellos están sentadas a cuclillas familias enteras y están comiendo. Al fondo, los barcos sucios, herrumbrados.
-“El Nilo nace en el alta tierra, donde la memoria de la tradición permanece viva, allí abajo, por el alta tierra de Abisinia, y muere (tras haberse unido con el alta mar) en este país monumental del dios Ptah, aquí en Egipto”, comienza su sermón cultural la austera, educada y rica tía Eleni. “Más adentro, en el corazón de África”, continúa, “el Nilo lleva siempre un apodo, su apellido, diríamos: el Nilo Blanco, el Nilo Azul, el Nilo Montañoso, el Nilo de las Gacelas, el Nilo de las Jirafas.” La cabeza de Ismini todavía está navegando por las infinitas olas del mar Egeo y el Líbico. “Es el único río que fluye desde el Sur hacia el Norte”, insiste la tía.
-“¡Déjeme en paz, tía...”, se atreve a decir Ismini tan descaradamente para su época. Era una revolucionaria; una pasionaria en una búsqueda desesperada de lo inconcebible por la juventud de su era.
-“El lodo que lleva el Nilo es negro y la entidad entera de Egipto lleva intensamente en su piel esa negrura...”, termina diciendo con terquedad la tía racista. Si no fuera que Ismini y su madre la necesitasen...
La casona en Mahmudiya. Casa-museo, diríamos. Por fuera, metopas neoclásicas de mármol blanco, y por dentro, muebles negros y pesados, con marqueterías de madreperla. Es que el tío dirigía una empresa que exportaba algodón. En la casa, lámparas de gas y otros lujos. La madre Alexandra y la joven Ismini tenían que desvestirse lo anticuado. Urgentemente. Y ponerse los grandes sombreros de seda, velo y plumas de colores pasteles. De noche tendrían una fiesta nocturna. (¡Perdón! “congregación vespertina” se le dice en los ciclos de la alta sociedad y la lengua superior.) ¡Vendría también la señora Jariklia, la esposa del distinguido comerciante mayorista Petros Kavafis![1] Era una antigua familia de Estambul, con vínculos en Inglaterra. Gente muy orgullosa. Su historia bizantina está escrita detrás de una imagen religiosa, reliquia que heredan todas las generaciones de los Kavafis. Dicen que su hijo escribe poemas, pero... (en voz baja): le gustan los muchachos... Madre e hija, las invitadas –nunca las llamarían refugiadas- deberían aparecer muy decentes. No tenía nada que ver el hecho de que ellas provenían de una generación noble del Asia Menor; eso no importaba. Aquí, en Misrí –el Egipto civilizado y universal- todo eso aparentaba como provincial. Entonces, tendrían que arreglarse, tendrían que asimilarse... Por entre el espejo enorme y opaco, repleto de crinolinas de encaje y velos, corsés estrechos y mangas abombadas, sombreros y guantes, zapatos de tacón alto y maquillajes, plumas y alhajas, se vislumbra el Egipto arenoso.
De noche, la prima Efthymía trata de enseñarle a Ismini a bailar el charleston. Un baile loco. Moderno. Tenían también esa caja mágica con el embudo de oro. ¡Gramófono se llamaba y cantaba!
El joven poeta no vino a la reunión anoche. Andaba solo por la ciudad. No se considera prudente pasear por los parques oscuros. Nunca se sabe. Pero aquella noche, la luna llena plateaba la copa de las palmeras. Constantino, el joven poeta Cavafy[2], se detuvo ante una estatua que siempre, desde niño, le encantaba. Antes no entendía por qué. Cuando era pequeño, se ponía a charlar con la estatua; le contaba lo estricta que era su madre. Más tarde, a principios de su adolescencia, admiraba el cuerpo perfecto de la estatua varonil, y una sensación poseedora le sobrecogía. Era algo extraño, inexplicable: quería tener su cara –esos ojos, esa boca-, los brazos musculosos, las piernas robustas... Pero le quedaba una duda de cómo quería tenerlo eso: ¿como características propias, o como un amigo íntimo, querido? Esta noche, ya está seguro. Está rozando sus dedos por los ojos de Hermes[3] y siente que le están expresando su amor. Por un momento, miró asustado alrededor, pero la tranquilidad del parque desértico le calmó. Pasa sus labios por la boca de la estatua, y siente un aliento ardiente. Un recuerdo insistente le obstina: los momentos en que su madre, exagerando su amor maternal, le besaba en la boca. Ahora, sus manos están tocando los dedos de Hermes y suben, lánguidas por sus brazos. Su propio fervor hace que la estatua se lo refleje. Acaricia las piernas de su amante marmóreo; el sudor ha hecho que su camisa blanca se pegue en su pecho. Tiembla. Siente escalofríos. Está rozando su lengua por los dedos de los pies de Hermes. En sus órganos genitales pulsa la sangre; con su mano izquierda desabotona su pantalón. Con su lengua sigue el esquema de los órganos genitales de la estatua. Sus caricias no son suyas; son de Hermes. Los latidos de su corazón se aumentan, hasta que de repente queda inmóvil en la hierba mojada; jadeante.
Excursión a Edfú, la Apolonópolis de los griegos antiguos. El coche, negro y brillante, como escarabajo, está atravesando el desierto. En la vasta, misteriosa e inquieta extensión del Sáhara, un mundo entero, rico y encantador, espera para revelarse a quien disponga la efusión, la inspiración para contemplar por entre los granos de arena y para comprender. Ismini se siente minúscula ante la vastedad que la rodea, hasta que la grandiosidad del paisaje comienza a penetrarse paulatinamente en su entidad. El coche los dejó frente al templo de Horus-Apolo. Las columnas con los capiteles en esquema de flor de loto –como los sombreros de las señoras del estamento alto. Es el solsticio de verano. El sol incendia el desierto y lo hace echar vapor. Enciende los cuerpos, seca las cabezas y deja el alma sedienta por ilusiones... Entre las columnas de carne y hueso pétreos, Ismini, está observando extática al mismo Faraón, en persona, rodeado por sus oficiales superiores, echando al Nilo un papiro enrollado. Ese papiro no contiene ninguna ofrenda, sino una orden para que el río crezca. Esto simboliza la debilidad de la casta sacerdotal y de los sabios a interpretar el fenómeno del río inundado. Las inundaciones del Nilo se repiten en temporadas regulares. Es una renovación secular, un renacimiento eterno de la Naturaleza. Ese rito revela el deseo del ser humano para imponer su poder al dios Nilo. Entonces, en el Egipto faraónico era consagrado el sistema social de tener tratos entre los dioses y los faraones. En eso se basaba la estabilidad del trono teocrático, y por consiguiente, de todo el reino. El dios Horus, con cabeza de ave, echa su mirada adusta y petrificada a Ismini que ha quedado pasmada. Alrededor, las demás entidades de la zoología nilótica, mitológica y religiosa –que rondan Egipto- lo están imitando. Dioses muertos hoy en día. “La incapacidad del ser humano de mirar directamente en los ojos a la muerte, constituye un objeto de explotación de parte de la Iglesia –de cualquier religión, cristiana, musulmana o faraónica-, la cual separa el mundo en grupos tribales/políticos que se matan entre sí en el nombre de un paraíso. De ahí se deduce que el Paraíso se encuentra en el poder de los tenientes sobre la Tierra y sobre sus peregrinos”, piensa Ismini, la rebelde, mirando la antigua ciudad muerta y añorando su Asia Menor en llamas, con las fuertes disidencias de los partidarios de Eleftherios Venizelos y de los seguidores del rey.
Retorno. A la realidad y por la carretera de Iskenderiya. El desierto ha cambiado de esquemas, colores y sensaciones. Desde los matices más imperceptibles del ocre, hasta el malva del amaranto[4]. Grisáceos y blanquecinos, según las últimas transformaciones de la luz natural de la época. Ismini, embebecida por esa dulce sensación, está observando un palomar, que todo blanco y moteado de los nidos, se yergue como una pirámide. Sólo que él es bullicioso.
De noche, ¡al cine! Este país siempre le ofrece novedades a Ismini. El primer cortometraje egipcio era “El funcionario público”, una película muda de Mohammad Baumí. A pesar del intenso ambiente de machismo que cultivaba el islam –el núcleo cultural del mundo árabe- dentro del Egipto europeizado, los pioneros del cine eran las mujeres: Aziza Emir, Aysha Dagher y otras. ¡Eso es! ¡La nueva moda del cine ha encantado a Ismini más que el gramófono, más que el mismo dios del Nilo con sus columnas! La nobleza, claro, rechazaba ese tipo de diversión. Ellos sólo aceptaban el patinaje, el cual practicaban llevando sus fraques, guantes blancos y pajaritas negras.
Por la otra orilla –la de mala fama- de la calle cosmopolita, Constantino Cavafy camina cuidadosamente. Puede ser que Alejandría sea una ciudad enorme, pero la comunidad griega es un grupo cerrado de gente chismosa y capaz de pescarlo ahí donde no lo espera. Los faroles rojos indican las actividades ardientes de ese barrio y de esa hora. Sabe que la región de las niñas desaparecidas es peligrosísima, pero hay algo dentro de él que le empuja a seguir. De repente, se desliza por una puerta medio abierta. Su interior, a media luz; música arabesca se escucha al fondo:
“La chica del camellero, / la negrita argelina, / quien la vea la desea, / yaleleli-¡ay, ay, ay! / Los negros están cantando, / y ella sigue bailando; / su cuerpo de angula va vibrando, / yaleleli-¡ay, ay, ay! / Baila con la pandereta / y a todos pone alegres. / Su mirada es de miel, / yaleleli-¡ay, ay, ay! / Recargada de alhajas, / de pendientes y anillos. / Mi corazón la quiere, / yaleleli-¡ay, ay, ay!”
Las paredes flanquean espaldas de hombres absortos en la lujuria. La música en vivo va aumentando su volumen, y un mafioso oriental, vestido como los sultanes de Estambul, empuja a una negra de doce años, desnuda. Ella chilla y se niega. Él, la coloca con sus dos brazos fuertísimos sobre una mesa, le da una paliza y le ladra una orden para bailar. Inmediatamente salen por entre las cortinas otras jovencitas de piel oscura, y empiezan a menearse desnudas al ritmo oriental. La bailarina principal, sobre la mesa, empieza a vibrar sus caderas. Sus senos dan vueltas paralizando al público. Una pausa abrupta la hace tirarse al suelo, donde empieza a mover su cuerpo como una cobra que se levanta al ritmo del hindú que la hipnotiza. La lascivia del ambiente rojo ha hecho que los espectadores suden. Sus manos se enfrían y tiemblan, y sus rostros se ponen rojos y fervientes.
Pero a Constantino no le excita este espectáculo. Mira al principio avergonzado, después incómodo, y en fin, malhumorado. Su mirada no se mantiene sobre los cuerpos vibrantes y eróticos. En uno de sus vuelos, sus ojos llegan a parar sobre la encarnación de la estatua de Hermes, en el parque: pero esta vez es un hombre joven, de carne y hueso. Le parece que su mirada le sonríe, pero Constantino no puede creerlo. El joven le acerca y le susurra algo en la oreja, pero la música alta, en combinación con el escalofrío que le causó el leve toque de ese Hermes vivo, no le dejaron entender lo que le estaba diciendo. El joven le hace un gesto –muy varonil- hacia la salida.
-“¿Ya conoces la cama de alguna de aquellas negritas que bailaban adentro?”, le pregunta afuera, en la acera, pero Constantino baja su cabeza avergonzado.
Lo desea tanto, pero no se atreve a mirar a su Hermes directamente en los ojos. El hombre joven comprende. Sus dudas acerca de las miradas fugaces de Constantino dentro del burdel ya han desvanecido.
-”¡Vamos!”, le dice y lo lleva por unos caminos desconocidos hacia su casa. Es un hombre experimentado.
Suben por una escalera mal iluminada y entran en un salón con decoración popular. De la clase media. Cavafy no pregunta el nombre de su primer amor. Para él es su Hermes. El hombre empieza a besarlo con una pasión que Constantino sólo en sus versos conocía. Los jugos varoniles le excitan. Le desabotona la camisa, mientras está pasando su lengua por su pecho. Constantino deja sin contestar una pregunta retórica, fugaz:
-¿Estás temblando?
“...Y todo tipo de perfumes hedonistas...”, pasó como relámpago por su mente este verso erótico, cuando sintió que los dos cuerpos masculinos estaban unidos...
Regreso a la casona de Mahmudiya y paso por Alejandría. Las escasas luces de la ciudad forjan en las calles sus líneas púrpuras y doradas. Estamos en 1922. En Egipto, que hace ya ocho años es un protectorado británico, ha comenzado a culminarse la resistencia en contra de los colonos, y ahora, con el movimiento internacional WAFD[5], obtendrá su independencia. En teoría. ¡Bueno, está bien, por el momento!...
Ismini siente que el aire la está sofocando. Las cosas típicas que quedan sobre el papel no la satisfacen. Menos mal, que ha llegado la época apropiada para mudar al Cairo. Precisamente a Heluán; Heliópolis, en griego antiguo: Ciudad del Sol. La nueva ciudad brotó enseguida sus hojas y abre, frente a Ismini, los arcos de herradura de su antigua medina. Callejones sin salida –atfa jauja-, sin tiendas, cerca de otras calles, más frecuentadas, con gradas o cercas. Más allá, Ismini, la valiente de su época, la de arranques hombrunos, se pierde entre los darb –aquellas callejuelas de los barrios que (¡qué extraño!) se cierran con una puertecita. Adelanta dentro de una “sikkah”, que la lleva al principio de una avenida bordeada de palmeras. Otra callejuela, como de un pueblito andalusí, pero dentro del puro corazón de esta metrópolis, le enseñará a continuación la avenida mayor: Ismini está atravesando Qasr-al-Nil –la Avenida del Nilo-, con la isla de Ghezira, y sale al frente, en Maqabar-el-Khafir, el lugar de los trogloditas. Un ambiente macabro. Aquí, la gente han abierto las tumbas –las faraónicas y las islámicas- y viven adentro, habiendo exhumado a los muertos, o no... Algunas tumbas las han convertido en mesas para comer. Unas personas están arrodilladas dentro de los hoyos, y con la cabeza dirigida hacia la Meca, (¿cómo logran localizarla siempre?), están rezando a Alá:
-“Li ilá, ilá Alá, wa Mohamed rasul Alá – No hay otro dios, excepto de Alá, el único, cuyo profeta es Mahoma.”
Más tarde, la mafia de los pudientes, explotará a los felah –los pueblerinos pobres- y pondrá a sus hijos a limpiar las tumbas, como los “chapulines” –los niños delincuentes que atacan a la gente en las calles de la América Latina del siglo XXI. En el año 2000, esa moda de niños –limpiadores de los parabrisas de los coches esta vez- llegará también a Atenas de Grecia, en Europa. Ismini, sintiendo escalofríos de ese espectáculo mortal de Masriya –el Egipro decaído-, vuelve a cruzar por el otro lado de la avenida (está de suerte; es peligroso aquí), y se mete de nuevo a la casba con sus callejuelas –los tariq y las sariyas. ¡Aquí el ambiente está particularmente animado! La gente se reúne para arreglar su vida cotidiana y para ocuparse del comercio. Hombres vestidos de batas blancas -guelebiya- y pañuelos –kefiya- en la cabeza, están empujando unas carretillas con su mercancía: jaulas en filigrana. Al frente de las ventanas verdes de una pared desconchada en todos los matices del ocre, unas mujeres emborujadas en chadores –batas negras-, están conversando entre sí con misticismo. Ismini trata de practicar sus nuevos conocimientos en la lengua árabe, leyendo los letreros pro aquí y por allá:
-“Aqqabah” significa subida, mientras que “addar” es la bajada... ¡Son encantadoras las palabras exóticas! Pero, esos árabes, me van a poner loca con su gramática y su mentalidad! ¿Por qué llaman una calle “subida”, si esa misma puede ser también una bajada? Lo mismo es... Oye esto: “Tzir” es la calle que se encuentra por encima de las aguas de la marea alta, y “suq” es la calle que reúne el gremio de un trabajo, o de una artesanía: el suq de los forjadores del cobre, el suq de los curtidores de la piel, el de los que preparan el salep –la infusión dulce de canela, parecida al pinolillo de Nicaragua... Entre los balcones con los musarabíes, esos poemas en madera, con los esquemas exuberantes en interdependencias geométricas, -ventanas de celosía se llaman en español-, las hanım –las hembras de los jeques- pueden distinguir solamente una faja del cielo. (Como ocurre también hoy en día detrás de la “burqa” que han impuesto los talibanes en Afganistán). Aquí fue donde el califa fatimí Al-Hakkim pasó, como en procesión, su gigantesca lámpara cristalina, que obsequiaría a la mezquita como ex-voto, y se armó un pánico: echaban a la gente, escavaban las calles, derrumbaban los balcones y abrían las celosías, ¡para que cupiese aquel monstruo!
Los mercaderes, aquí en la medina[6], invaden los patios de las mezquitas, se recuestan en las fachadas de los edificios públicos, y anidan bajo las antiguas murallas de la ciudad, que han incorporado parcialmente a la aglomeración árabe, y devoran la calle, obligando a Ismini a dar unas larguísimas vueltas por entre las fragancias del incienso de la Arabia Feliz y de la molohiya –la comida tradicional de los musulmanes, una sopa de oveja y verduras. Al lado, el templo mayor de los Coptas, en comparación con las míseras casitas de los pueblerinos pobres, que han llegado aquí para buscar una vida mejor, es, ante los ojos de Ismini, un reto, una provocación negativa. Mucho más tarde, en 1979, (después del pacto que Egipto firmó con Israel), toda esa región del Cairo islámico, se registrará en la lista del Patrimonio Mundial de la UNESCO.
En el café de Khatzi-Fahmy Ali El-Fisaui, con los enormes espejos, enmarcados en madera esculpida, algunos hombres están sorbiendo su narguile –shisha se llama aquí-, y juegan con algo que parece como un tablero, mientras que Ismini pide un té de menta. Se lo sirve un hombre de fez bermejo, en una pequeña taza transparente, cuyo esquema le recuerda las velas de las mezquitas. Al lado de la taza, un cubito de azúcar moreno. Ismini lo coloca de manera sensual en su lengua, mientras está tomando a la vez el té, disfrutándolo.
¿Se atrevería a fumar también un narguile? ¡Bah!... Una mujer sola en el corazón del mundo islámico... Pues, entonces, ¿por qué tenía el... título de revolucionaria?
Por la esquina, al lado derecho de los espejos, una figura característica está sentada: chaleco blanco, lentes redondos, expresión presumida y gestos afeminados. Es Constantino Cavafy.
-“Pero, ¿quién es este jovencito a su lado, que le demuestra tanto cariño? Seguramente será un amor comprado...”, se pregunta Ismini a sí misma.
-“¡Mira! Cavafy, con Alejo, su querido hijo; dicen que lo hizo con una costurera de su madre...”, comenta susurrando una compañía de hombres en una mesa cercana.
-“Entonces, ¿no es que le gustan las cosas ácidas?”, pregunta ahogando sus carcajadas uno de ellos.
-“Mi amigo, en esta vida se pueden acomodar las dos cosas, si uno es capaz…”, le contesta su amigo con un tono irónico y a la vez celoso en su voz.
Menos mal que Constantino no escuchó esos comentarios maliciosos, porque les hubiera contestado con su conocido lenguaje cáustico. Él sabía muy bien que Alejo, el jovencito que protegía, era el hijo bastardo de su hermano. Cavafy ya está ensimismado. Su familia ha perdido toda su fortuna Y desde que el tifo le quitó la vida a su Hermes bien amado…
De noche en el cine. ¡Como siempre!. La primera película sonora era “La rosa blanca”, un musical de Mohammad Karim, cuyo protagonista era el gran cantante Mohammad (¡él también!) Abdel Wahab, con fuertes influencias de las canciones populares. Ismini quedó encantada. En el recreo, echa una mirada al periódico griego que se había comprado en el bar del cine.
DIARIO
NUEVA VIDA
AÑO 1924, VOL. CCLVII
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EL FILÓSOFO KAZANTZAKIS ENTRTEVISTA
AL PRIMER MINISTRO MUSSOLINI
ROMA, de nuestro correspondiente.
Nuestro escritor y periodista cretense Nikos Kazantzakis[7] visitó Italia por tres meses, donde se encontró con el político militar Benito Mussolini[8], el personaje implacable que ha decidido cambiar la trayectoria de su país y la del mundo entero.
Kazantzakis es un observador duro de la realidad y frecuentemente se convierte en un adepto del mundo que describe, sin suavizar las circunstancias, considerando la tendenciosidad como el eje principal de la acción histórica.
“Estaba esperando con impaciencia en el Palacio de Chigi para ver a Duce, ese hombre tan potente… Dos jóvenes, altos y delgados, vestidos de camisas negras, se pusieron de pie a la puerta. Tenían un aspecto indiferente y a la vez salvaje y tranquilo; y yo sentí el símbolo que tan frecuentemente tienen los escudos: dos leones heráldicos que están de guardias. De repente, apareció un fascista brutal y me hizo un gesto; Mussolini me estaba esperando. La gran puerta se abrió silenciosamente y se cerró de la misma manera. Me encontré en una sala enorme; la luz era tenue y yo me detuve esperando. No sabía si alguien estaba adentro… Al fondo, a la derecha, detrás de un escritorio bajo, distinguí a un hombre mirando y acechándome. De altura media y piernas cortas, cabeza grande, con rasgos marcados, toda un mentón y una frente, llena de esquinas, como si fuera tallada en madera durísima. Una dentadura grande, primitiva, una mirada fría y excitada. Suexpresión era desapercibidamente inamistosa. Dentro de mí nacieron dos certidumbres: ese hombre tiene una fe; ¡ese hombre no tienemiedo!...
Su voz se escuchó cansada, desdeñosa, seca”:
-¿Qué quiere usted?
Yo no escuché muy bien.
-¿Qué dijo usted?
Su voz se hizo más impaciente y inamistosa.
-¿Qué quiere?
Por un momento me quedé callado, estremecido. En mi mente relampagueó la idea de irme sin pronunciar ni una palabra. Pero inmediatamente me calmé y sentí que ese hombre tenía el derecho de comportarse así… Ese hombre ha abierto un camino, lleva en sus manos una nación entera; tiene el derecho de comportarse como quiera. Entonces, tranquilo, le contesté.
-Quiero verle; nada más. Entonces, su cara se iluminó. Sus rasgos se calmaron y se endulcecieron; dijo con una voz un poco más caliente:
-¡Ah, eso sí! Pero, nada de charlas; estoy tremendamente ocupado. No tengo ni un segundo para perder. Escríbame las preguntas que me quiere hacer; si son buenas, contestaré. Si no lo son, entonces, no.
Yo me referí a mi viaje por Rusia. Él, apenas escuchó la palabra Moscú, estalló. Su cara brillaba. Yo no esperaba de su parte tanta impaciencia ni tanto fervor. Extendió su mano como si quisiera agarrarme por el hombro, para que no me fuera y dijo en un tono diferente, ya nada fatigado, ni inamistoso:
-¿Usted acaba de venir aquí desde Rusia?
-Sí, estuve allí por cuatro meses, para investigar el bolchevismo.
-Entonces, soy yo quien le va a entrevistar a usted; yo le preguntaré y usted contestará… ¿Qué es lo que hacen esos rusos?
Esa frase suya estaba llena de curiosidad, fervor y preocupación. Como de una persona que preguntaba acerca de su hogar, con quienes se había peleado.
-Están trabajando. Hacen un esfuerzo sobrehumano para crear un mundo nuevo. Aquí en Roma, he encontrado grandes similitudes entre el
bolchevismo y el fascismo.
Se volteó de golpe y me miró como si quisiera perforarme con su dura mirada frenética:
-¿Qué quiere decir?
-Eso: tanto aquí, como también en Moscú, he encontrado el mismo sometimiento austero y duro del individuo en el conjunto social… La misma disciplina. El mismo odio por las pequeñas libertades y el mismo esfuerzo para alcanzar la gran libertad. He encontrado, además, el mismo entusiasmo ardiente de la juventud. Solamente en Moscú y en Roma existen jóvenes originales. Los rusos aún no han encontrado una fe más profunda que las teorías económicas. Están propagando exageradamente el materialismo…
1
Ismini, la pasionaria, entra en el pensamiento de su héroe, Kazantzakis:
-Pero nosotros no queremos ser ni bolcheviques, ni fascistas. ¿Qué se hizo la tercera vía? Se ha perdido… ¡Así es! En los períodos históricos críticos el camino recto siempre se pierde. Precisamente por eso son críticos esos momentos. Y, ¿qué se va a hacer? Una guerra desafortunada…
En 1932, un cáncer en la garganta llevó a Constantino Cavafy a Atenas, donde perdió por completo su voz y se comunicaba con mensajes escritos:
“¡Qué desgracia! Mientras uno está hecho para las obras bellas y grandes, esa suerte injusta siempre se niega a animarnos; nos niega el éxito...”
Decide regresar a Alejandría;
-“¿Dónde podría vivir mejor?”, se pregunta. “Debajo de mí, el prostíbulo sacia las necesidades carnales. Y por ahí está también la iglesia, donde todos los pecados se perdonan. Y más abajo, el hospital, donde moriremos.”
Murió de madrugada, el día 29 de abril de 1933, el día de sus cumpleaños.
Dentro de poco, alrededor del año 1937, el rey Faruk I[9] se clavará en el trono, hasta que venga, más tarde, el grupo de los oficiales libres, para darle una patada al culo. Los ingleses abandonarán Egipto en 1946 –excepto, ¡claro!, del canal de Suez-, pero la guerra con Palestina afligirá el país en 1948. En Abisinia[10], el rey Haile Selassie echa a los fascistas italianos al mar… En el “cine-ISMINI”, (¡Claro!, lo consideraba como suyo, ya que pasaba día y noche ahí), la agitación de la década de 1940 se limitó con medidas paulatinamente más opresivas. Es la época de las películas de la fuga, con Leila Murad.
Verano. Alejandría está echando su lánguida siesta, en su consciencia legendaria y arrogante. Las letras, siempre en florecimiento, envueltas en su túnica cristiana y maquilladas con un talco francés... El barrio griego hormiguea de gente. Alejandría tiene también muchos italianos, ingleses, y otras gentes de todo el mundo. Una panspermia. Una radio difunde la cultura por la ventana. Francesa, claro. Más allá, en los café-amán, las mujeres de Esmirna cantan todavía sus penas y sus amores, y bailando muestran descaradamente sus axilas depiladas con halawa –azúcar hervido con limón. En la mezquita de Busir, ahí donde está enterrado el jeque y poeta Mohammad al-Busir, y están escritos en las paredes los versos de su “Manto”, su obra maestra, los fetfa –los jueces coránicos- dan sus explicaciones multifacéticas a los versos del Corán, según les convenga cada vez. “La penuria mental produce el auto-sacrificio”, dirá más tarde Michel Onfray; “conlleva una penuria sexual, cognitiva, política e intelectual, entre otras. Es extraño el hecho de que el espectáculo de la demencia del prójimo hace sonreír al que cierra sus ojos ante la propia locura. El cristiano que come pescado los viernes, se ríe del musulmán, quien se niega a consumir carne de cerdo, -y él, a su vez, se burla del judío, que rechaza los crustáceos...” Pero, la penuria, se ha expandido como una peste por todo el Egipto del rey Faruk.
En el centro europeo de Alejandría, las prostitutas, las mujeres-carne, las mujeres-calle, deambulan por las aceras con sus tacones altos sus bellezas por vender, con un aire occidental. Una ciudad al borde del orden absoluto y del caos total... Individuos pasan como fantasmas... La monarquía es desaprobada por sus abusos del poder. Y este año, en 1952, la austera, educada y rica prima Efthymía –ella, como su madre, también, la tía Eleni), invade como el jamsín –el viento ardiente del desierto- la casa-museo de Mahmudiya y, sudada y enrojecida por la ira, chilla:
-¡Los negros se han sublevado! ¡Abren las casas y las tiendas de los blancos y roban! ¡Han ocupado también el Palacio Municipal!
Pues, el racismo es una enfermedad contagiosa.
-¡Nasser[11] ha proclamado la República!
Ismini, con una sonrisa furtiva, sale por las calles corriendo, para ir a su cine, a ver la última película. “Devuélveme mi corazón” se llama y elogia la revolución de Nasser, mientras que, a la vez, critica los viejos valores sociales.
Pues, vino la revolución...
Las luces púrpuras y doradas de Alejandría se han apagado.
-“Las personas hacen su propio destino”, susurra Ismini a sí misma.
¡Eso fue todo! Fuera, por Bab el-Bahr –la Puerta del Mar- y atrás, a Grecia. Se perdió la nobleza, todo se fue...
[1] Todos los hechos históricos, como también los acontecimientos familiares que constituyen este libro son absolutamente verdaderos. Solamente en este capítulo se han hecho algunos cambios cronológicos y de nombres, para poder confeccionar esta narración de modo más breve.
[2] Constantino Petru Cavafis, conocido también como: Konstantin o Konstantinos Petrou Kavafis, Kavaphes o Cavafy (Alejandría, Egipto, 1863 – Atenas, 1933): poetagriego, una de las figuras literarias más importantes del siglo XX y uno de los mayores exponentes del renacimiento de la lengua griega moderna. En su poesía examinó de manera crítica los aspectos de la cristiandad, el patriotismo y la homosexualidad.
[3] Hermes, el mensajero, era uno de los 12 dioses olímpicos de la Grecia clásica (s. V a.C.). Su estatua de cobre, hecha por el antiguo escultor Praxíteles, se ha considerado como el ejemplo perfecto del cuerpo masculino. En el año 1926 de nuestra era, la estatua fue arrojada por las olas del mar Egeo a la costa de Maratón, y hoy está expuesta en la sala 37 del Museo Nacional arqueológico de Atenas, con el nr. 15118.
[4] Cacto de flores moradas, característico de las regiones secas alrededor del mar Mediterráneo.
[5] Hizb al-Wafd: El movimiento nacionalista egipcio.
[6] El casco antiguo de cada ciudad árabe.
[7] Nikos Kazantzakis (Heraclión de Creta, Imperio Otomano, 1883 - Friburgo de Brisgovia, Alemania1957): escritor y poeta griego, autor de ensayos, obras de teatro y libros de viaje. Es, posiblemente, el escritor y filósofo griego más importante del siglo XX y el que a más lenguas y dialectos ha sido traducido. No fue muy conocido hasta el estreno -en 1964- de la película de Michael Cacoyannis: “Zorba el griego”, basada en la novela de Kazantzakis Alexis Zorbas.
[8] Benito Amilcare Andrea Mussolini (Italia, 1883 - 1945): militar y dictadoritaliano. Primer ministro del Reino de Italia desde 1922 hasta 1943, cuando fue depuesto y encarcelado. Escapó gracias a la ayuda de la Alemania Nazi, y recibió el cargo de Presidente de la República Social Italiana hasta su derrocamiento en 1945. En abril de 1945, trató de escapar a Suiza, pero fue capturado y ejecutado a tiros, cerca del lago de Como por partisanos comunistas. Su cuerpo fue llevado a Milán donde fue ultrajado.
[9] Faruq I (1920-1965): Último rey de Egipto, perteneciente a la dinastía de Muhammad Ali.
[10] La región de Alta Etiopía, en el Cuerno de África oriental.
[11] Nasser, Gamal Abdel (Egipto, 1918-1970): El segundo presidente de Egipto; contribuyó a la industrialización de su país, después de haber logrado la caída del rey Faruk del trono.
Sigue el capítulo 12: I. Tanzanía: En África se ríen para no llorar.
como una fila de candelitas encendidas –
doradas, calientes, candelitas vivas.
Los días pasados quedan atrás,
como una triste línea de candelas apagadas;
de las más cercanas sale todavía humo,
candelas frías, derretidas y curvadas.
No quiero verlas; su imagen me entristece,
y me entristezco al recordar su luz primera.
Al frente miro mis candelas encendidas.
No quiero regresar, para no ver y estremecerme
lo rápido que se prolonga la línea oscura,
lo rápido que se multiplican las candelas apagadas.
Constantino Cavafy
Doña Alexandra –la capitana- y su hija, Ismini, la prima de Déspina –una jovencita de veintidós años-, están besando una por una las ventanas de su kula –la casona noble que tienen en Ténedos.
El velero de tres mástiles, cargado con los bultos –alhajas de oro y apenas lo que ellas pudieron recoger (una pequeña bolsita de tela bordada con una piedra y un poco de arena de la playa)- está navegando por el Mediterráneo reluciente.
Regalo del Nilo se le llama a ese país, donde la tía Eleni y la sobrina Efthymía –La Alegre-, bien acomodadas aquí, hace cien años ya, las están esperando.
En el horizonte se divisan sólo unas palmas de dátil. Así se hace en el Sáhara desde lejos. Se aproximan y anclan. Iskenderiya. La ciudad que sembró Alejandro el Magno; con su cuerpo y su espada... Alminares que espadan el cielo. Ambiente amarillento. Bab Sindra –la aduana antigua- está llena de cajones. Sobre ellos están sentadas a cuclillas familias enteras y están comiendo. Al fondo, los barcos sucios, herrumbrados.
-“El Nilo nace en el alta tierra, donde la memoria de la tradición permanece viva, allí abajo, por el alta tierra de Abisinia, y muere (tras haberse unido con el alta mar) en este país monumental del dios Ptah, aquí en Egipto”, comienza su sermón cultural la austera, educada y rica tía Eleni. “Más adentro, en el corazón de África”, continúa, “el Nilo lleva siempre un apodo, su apellido, diríamos: el Nilo Blanco, el Nilo Azul, el Nilo Montañoso, el Nilo de las Gacelas, el Nilo de las Jirafas.” La cabeza de Ismini todavía está navegando por las infinitas olas del mar Egeo y el Líbico. “Es el único río que fluye desde el Sur hacia el Norte”, insiste la tía.
-“¡Déjeme en paz, tía...”, se atreve a decir Ismini tan descaradamente para su época. Era una revolucionaria; una pasionaria en una búsqueda desesperada de lo inconcebible por la juventud de su era.
-“El lodo que lleva el Nilo es negro y la entidad entera de Egipto lleva intensamente en su piel esa negrura...”, termina diciendo con terquedad la tía racista. Si no fuera que Ismini y su madre la necesitasen...
La casona en Mahmudiya. Casa-museo, diríamos. Por fuera, metopas neoclásicas de mármol blanco, y por dentro, muebles negros y pesados, con marqueterías de madreperla. Es que el tío dirigía una empresa que exportaba algodón. En la casa, lámparas de gas y otros lujos. La madre Alexandra y la joven Ismini tenían que desvestirse lo anticuado. Urgentemente. Y ponerse los grandes sombreros de seda, velo y plumas de colores pasteles. De noche tendrían una fiesta nocturna. (¡Perdón! “congregación vespertina” se le dice en los ciclos de la alta sociedad y la lengua superior.) ¡Vendría también la señora Jariklia, la esposa del distinguido comerciante mayorista Petros Kavafis![1] Era una antigua familia de Estambul, con vínculos en Inglaterra. Gente muy orgullosa. Su historia bizantina está escrita detrás de una imagen religiosa, reliquia que heredan todas las generaciones de los Kavafis. Dicen que su hijo escribe poemas, pero... (en voz baja): le gustan los muchachos... Madre e hija, las invitadas –nunca las llamarían refugiadas- deberían aparecer muy decentes. No tenía nada que ver el hecho de que ellas provenían de una generación noble del Asia Menor; eso no importaba. Aquí, en Misrí –el Egipto civilizado y universal- todo eso aparentaba como provincial. Entonces, tendrían que arreglarse, tendrían que asimilarse... Por entre el espejo enorme y opaco, repleto de crinolinas de encaje y velos, corsés estrechos y mangas abombadas, sombreros y guantes, zapatos de tacón alto y maquillajes, plumas y alhajas, se vislumbra el Egipto arenoso.
De noche, la prima Efthymía trata de enseñarle a Ismini a bailar el charleston. Un baile loco. Moderno. Tenían también esa caja mágica con el embudo de oro. ¡Gramófono se llamaba y cantaba!
El joven poeta no vino a la reunión anoche. Andaba solo por la ciudad. No se considera prudente pasear por los parques oscuros. Nunca se sabe. Pero aquella noche, la luna llena plateaba la copa de las palmeras. Constantino, el joven poeta Cavafy[2], se detuvo ante una estatua que siempre, desde niño, le encantaba. Antes no entendía por qué. Cuando era pequeño, se ponía a charlar con la estatua; le contaba lo estricta que era su madre. Más tarde, a principios de su adolescencia, admiraba el cuerpo perfecto de la estatua varonil, y una sensación poseedora le sobrecogía. Era algo extraño, inexplicable: quería tener su cara –esos ojos, esa boca-, los brazos musculosos, las piernas robustas... Pero le quedaba una duda de cómo quería tenerlo eso: ¿como características propias, o como un amigo íntimo, querido? Esta noche, ya está seguro. Está rozando sus dedos por los ojos de Hermes[3] y siente que le están expresando su amor. Por un momento, miró asustado alrededor, pero la tranquilidad del parque desértico le calmó. Pasa sus labios por la boca de la estatua, y siente un aliento ardiente. Un recuerdo insistente le obstina: los momentos en que su madre, exagerando su amor maternal, le besaba en la boca. Ahora, sus manos están tocando los dedos de Hermes y suben, lánguidas por sus brazos. Su propio fervor hace que la estatua se lo refleje. Acaricia las piernas de su amante marmóreo; el sudor ha hecho que su camisa blanca se pegue en su pecho. Tiembla. Siente escalofríos. Está rozando su lengua por los dedos de los pies de Hermes. En sus órganos genitales pulsa la sangre; con su mano izquierda desabotona su pantalón. Con su lengua sigue el esquema de los órganos genitales de la estatua. Sus caricias no son suyas; son de Hermes. Los latidos de su corazón se aumentan, hasta que de repente queda inmóvil en la hierba mojada; jadeante.
Excursión a Edfú, la Apolonópolis de los griegos antiguos. El coche, negro y brillante, como escarabajo, está atravesando el desierto. En la vasta, misteriosa e inquieta extensión del Sáhara, un mundo entero, rico y encantador, espera para revelarse a quien disponga la efusión, la inspiración para contemplar por entre los granos de arena y para comprender. Ismini se siente minúscula ante la vastedad que la rodea, hasta que la grandiosidad del paisaje comienza a penetrarse paulatinamente en su entidad. El coche los dejó frente al templo de Horus-Apolo. Las columnas con los capiteles en esquema de flor de loto –como los sombreros de las señoras del estamento alto. Es el solsticio de verano. El sol incendia el desierto y lo hace echar vapor. Enciende los cuerpos, seca las cabezas y deja el alma sedienta por ilusiones... Entre las columnas de carne y hueso pétreos, Ismini, está observando extática al mismo Faraón, en persona, rodeado por sus oficiales superiores, echando al Nilo un papiro enrollado. Ese papiro no contiene ninguna ofrenda, sino una orden para que el río crezca. Esto simboliza la debilidad de la casta sacerdotal y de los sabios a interpretar el fenómeno del río inundado. Las inundaciones del Nilo se repiten en temporadas regulares. Es una renovación secular, un renacimiento eterno de la Naturaleza. Ese rito revela el deseo del ser humano para imponer su poder al dios Nilo. Entonces, en el Egipto faraónico era consagrado el sistema social de tener tratos entre los dioses y los faraones. En eso se basaba la estabilidad del trono teocrático, y por consiguiente, de todo el reino. El dios Horus, con cabeza de ave, echa su mirada adusta y petrificada a Ismini que ha quedado pasmada. Alrededor, las demás entidades de la zoología nilótica, mitológica y religiosa –que rondan Egipto- lo están imitando. Dioses muertos hoy en día. “La incapacidad del ser humano de mirar directamente en los ojos a la muerte, constituye un objeto de explotación de parte de la Iglesia –de cualquier religión, cristiana, musulmana o faraónica-, la cual separa el mundo en grupos tribales/políticos que se matan entre sí en el nombre de un paraíso. De ahí se deduce que el Paraíso se encuentra en el poder de los tenientes sobre la Tierra y sobre sus peregrinos”, piensa Ismini, la rebelde, mirando la antigua ciudad muerta y añorando su Asia Menor en llamas, con las fuertes disidencias de los partidarios de Eleftherios Venizelos y de los seguidores del rey.
Retorno. A la realidad y por la carretera de Iskenderiya. El desierto ha cambiado de esquemas, colores y sensaciones. Desde los matices más imperceptibles del ocre, hasta el malva del amaranto[4]. Grisáceos y blanquecinos, según las últimas transformaciones de la luz natural de la época. Ismini, embebecida por esa dulce sensación, está observando un palomar, que todo blanco y moteado de los nidos, se yergue como una pirámide. Sólo que él es bullicioso.
De noche, ¡al cine! Este país siempre le ofrece novedades a Ismini. El primer cortometraje egipcio era “El funcionario público”, una película muda de Mohammad Baumí. A pesar del intenso ambiente de machismo que cultivaba el islam –el núcleo cultural del mundo árabe- dentro del Egipto europeizado, los pioneros del cine eran las mujeres: Aziza Emir, Aysha Dagher y otras. ¡Eso es! ¡La nueva moda del cine ha encantado a Ismini más que el gramófono, más que el mismo dios del Nilo con sus columnas! La nobleza, claro, rechazaba ese tipo de diversión. Ellos sólo aceptaban el patinaje, el cual practicaban llevando sus fraques, guantes blancos y pajaritas negras.
Por la otra orilla –la de mala fama- de la calle cosmopolita, Constantino Cavafy camina cuidadosamente. Puede ser que Alejandría sea una ciudad enorme, pero la comunidad griega es un grupo cerrado de gente chismosa y capaz de pescarlo ahí donde no lo espera. Los faroles rojos indican las actividades ardientes de ese barrio y de esa hora. Sabe que la región de las niñas desaparecidas es peligrosísima, pero hay algo dentro de él que le empuja a seguir. De repente, se desliza por una puerta medio abierta. Su interior, a media luz; música arabesca se escucha al fondo:
“La chica del camellero, / la negrita argelina, / quien la vea la desea, / yaleleli-¡ay, ay, ay! / Los negros están cantando, / y ella sigue bailando; / su cuerpo de angula va vibrando, / yaleleli-¡ay, ay, ay! / Baila con la pandereta / y a todos pone alegres. / Su mirada es de miel, / yaleleli-¡ay, ay, ay! / Recargada de alhajas, / de pendientes y anillos. / Mi corazón la quiere, / yaleleli-¡ay, ay, ay!”
Las paredes flanquean espaldas de hombres absortos en la lujuria. La música en vivo va aumentando su volumen, y un mafioso oriental, vestido como los sultanes de Estambul, empuja a una negra de doce años, desnuda. Ella chilla y se niega. Él, la coloca con sus dos brazos fuertísimos sobre una mesa, le da una paliza y le ladra una orden para bailar. Inmediatamente salen por entre las cortinas otras jovencitas de piel oscura, y empiezan a menearse desnudas al ritmo oriental. La bailarina principal, sobre la mesa, empieza a vibrar sus caderas. Sus senos dan vueltas paralizando al público. Una pausa abrupta la hace tirarse al suelo, donde empieza a mover su cuerpo como una cobra que se levanta al ritmo del hindú que la hipnotiza. La lascivia del ambiente rojo ha hecho que los espectadores suden. Sus manos se enfrían y tiemblan, y sus rostros se ponen rojos y fervientes.
Pero a Constantino no le excita este espectáculo. Mira al principio avergonzado, después incómodo, y en fin, malhumorado. Su mirada no se mantiene sobre los cuerpos vibrantes y eróticos. En uno de sus vuelos, sus ojos llegan a parar sobre la encarnación de la estatua de Hermes, en el parque: pero esta vez es un hombre joven, de carne y hueso. Le parece que su mirada le sonríe, pero Constantino no puede creerlo. El joven le acerca y le susurra algo en la oreja, pero la música alta, en combinación con el escalofrío que le causó el leve toque de ese Hermes vivo, no le dejaron entender lo que le estaba diciendo. El joven le hace un gesto –muy varonil- hacia la salida.
-“¿Ya conoces la cama de alguna de aquellas negritas que bailaban adentro?”, le pregunta afuera, en la acera, pero Constantino baja su cabeza avergonzado.
Lo desea tanto, pero no se atreve a mirar a su Hermes directamente en los ojos. El hombre joven comprende. Sus dudas acerca de las miradas fugaces de Constantino dentro del burdel ya han desvanecido.
-”¡Vamos!”, le dice y lo lleva por unos caminos desconocidos hacia su casa. Es un hombre experimentado.
Suben por una escalera mal iluminada y entran en un salón con decoración popular. De la clase media. Cavafy no pregunta el nombre de su primer amor. Para él es su Hermes. El hombre empieza a besarlo con una pasión que Constantino sólo en sus versos conocía. Los jugos varoniles le excitan. Le desabotona la camisa, mientras está pasando su lengua por su pecho. Constantino deja sin contestar una pregunta retórica, fugaz:
-¿Estás temblando?
“...Y todo tipo de perfumes hedonistas...”, pasó como relámpago por su mente este verso erótico, cuando sintió que los dos cuerpos masculinos estaban unidos...
Regreso a la casona de Mahmudiya y paso por Alejandría. Las escasas luces de la ciudad forjan en las calles sus líneas púrpuras y doradas. Estamos en 1922. En Egipto, que hace ya ocho años es un protectorado británico, ha comenzado a culminarse la resistencia en contra de los colonos, y ahora, con el movimiento internacional WAFD[5], obtendrá su independencia. En teoría. ¡Bueno, está bien, por el momento!...
Ismini siente que el aire la está sofocando. Las cosas típicas que quedan sobre el papel no la satisfacen. Menos mal, que ha llegado la época apropiada para mudar al Cairo. Precisamente a Heluán; Heliópolis, en griego antiguo: Ciudad del Sol. La nueva ciudad brotó enseguida sus hojas y abre, frente a Ismini, los arcos de herradura de su antigua medina. Callejones sin salida –atfa jauja-, sin tiendas, cerca de otras calles, más frecuentadas, con gradas o cercas. Más allá, Ismini, la valiente de su época, la de arranques hombrunos, se pierde entre los darb –aquellas callejuelas de los barrios que (¡qué extraño!) se cierran con una puertecita. Adelanta dentro de una “sikkah”, que la lleva al principio de una avenida bordeada de palmeras. Otra callejuela, como de un pueblito andalusí, pero dentro del puro corazón de esta metrópolis, le enseñará a continuación la avenida mayor: Ismini está atravesando Qasr-al-Nil –la Avenida del Nilo-, con la isla de Ghezira, y sale al frente, en Maqabar-el-Khafir, el lugar de los trogloditas. Un ambiente macabro. Aquí, la gente han abierto las tumbas –las faraónicas y las islámicas- y viven adentro, habiendo exhumado a los muertos, o no... Algunas tumbas las han convertido en mesas para comer. Unas personas están arrodilladas dentro de los hoyos, y con la cabeza dirigida hacia la Meca, (¿cómo logran localizarla siempre?), están rezando a Alá:
-“Li ilá, ilá Alá, wa Mohamed rasul Alá – No hay otro dios, excepto de Alá, el único, cuyo profeta es Mahoma.”
Más tarde, la mafia de los pudientes, explotará a los felah –los pueblerinos pobres- y pondrá a sus hijos a limpiar las tumbas, como los “chapulines” –los niños delincuentes que atacan a la gente en las calles de la América Latina del siglo XXI. En el año 2000, esa moda de niños –limpiadores de los parabrisas de los coches esta vez- llegará también a Atenas de Grecia, en Europa. Ismini, sintiendo escalofríos de ese espectáculo mortal de Masriya –el Egipro decaído-, vuelve a cruzar por el otro lado de la avenida (está de suerte; es peligroso aquí), y se mete de nuevo a la casba con sus callejuelas –los tariq y las sariyas. ¡Aquí el ambiente está particularmente animado! La gente se reúne para arreglar su vida cotidiana y para ocuparse del comercio. Hombres vestidos de batas blancas -guelebiya- y pañuelos –kefiya- en la cabeza, están empujando unas carretillas con su mercancía: jaulas en filigrana. Al frente de las ventanas verdes de una pared desconchada en todos los matices del ocre, unas mujeres emborujadas en chadores –batas negras-, están conversando entre sí con misticismo. Ismini trata de practicar sus nuevos conocimientos en la lengua árabe, leyendo los letreros pro aquí y por allá:
-“Aqqabah” significa subida, mientras que “addar” es la bajada... ¡Son encantadoras las palabras exóticas! Pero, esos árabes, me van a poner loca con su gramática y su mentalidad! ¿Por qué llaman una calle “subida”, si esa misma puede ser también una bajada? Lo mismo es... Oye esto: “Tzir” es la calle que se encuentra por encima de las aguas de la marea alta, y “suq” es la calle que reúne el gremio de un trabajo, o de una artesanía: el suq de los forjadores del cobre, el suq de los curtidores de la piel, el de los que preparan el salep –la infusión dulce de canela, parecida al pinolillo de Nicaragua... Entre los balcones con los musarabíes, esos poemas en madera, con los esquemas exuberantes en interdependencias geométricas, -ventanas de celosía se llaman en español-, las hanım –las hembras de los jeques- pueden distinguir solamente una faja del cielo. (Como ocurre también hoy en día detrás de la “burqa” que han impuesto los talibanes en Afganistán). Aquí fue donde el califa fatimí Al-Hakkim pasó, como en procesión, su gigantesca lámpara cristalina, que obsequiaría a la mezquita como ex-voto, y se armó un pánico: echaban a la gente, escavaban las calles, derrumbaban los balcones y abrían las celosías, ¡para que cupiese aquel monstruo!
Los mercaderes, aquí en la medina[6], invaden los patios de las mezquitas, se recuestan en las fachadas de los edificios públicos, y anidan bajo las antiguas murallas de la ciudad, que han incorporado parcialmente a la aglomeración árabe, y devoran la calle, obligando a Ismini a dar unas larguísimas vueltas por entre las fragancias del incienso de la Arabia Feliz y de la molohiya –la comida tradicional de los musulmanes, una sopa de oveja y verduras. Al lado, el templo mayor de los Coptas, en comparación con las míseras casitas de los pueblerinos pobres, que han llegado aquí para buscar una vida mejor, es, ante los ojos de Ismini, un reto, una provocación negativa. Mucho más tarde, en 1979, (después del pacto que Egipto firmó con Israel), toda esa región del Cairo islámico, se registrará en la lista del Patrimonio Mundial de la UNESCO.
En el café de Khatzi-Fahmy Ali El-Fisaui, con los enormes espejos, enmarcados en madera esculpida, algunos hombres están sorbiendo su narguile –shisha se llama aquí-, y juegan con algo que parece como un tablero, mientras que Ismini pide un té de menta. Se lo sirve un hombre de fez bermejo, en una pequeña taza transparente, cuyo esquema le recuerda las velas de las mezquitas. Al lado de la taza, un cubito de azúcar moreno. Ismini lo coloca de manera sensual en su lengua, mientras está tomando a la vez el té, disfrutándolo.
¿Se atrevería a fumar también un narguile? ¡Bah!... Una mujer sola en el corazón del mundo islámico... Pues, entonces, ¿por qué tenía el... título de revolucionaria?
Por la esquina, al lado derecho de los espejos, una figura característica está sentada: chaleco blanco, lentes redondos, expresión presumida y gestos afeminados. Es Constantino Cavafy.
-“Pero, ¿quién es este jovencito a su lado, que le demuestra tanto cariño? Seguramente será un amor comprado...”, se pregunta Ismini a sí misma.
-“¡Mira! Cavafy, con Alejo, su querido hijo; dicen que lo hizo con una costurera de su madre...”, comenta susurrando una compañía de hombres en una mesa cercana.
-“Entonces, ¿no es que le gustan las cosas ácidas?”, pregunta ahogando sus carcajadas uno de ellos.
-“Mi amigo, en esta vida se pueden acomodar las dos cosas, si uno es capaz…”, le contesta su amigo con un tono irónico y a la vez celoso en su voz.
Menos mal que Constantino no escuchó esos comentarios maliciosos, porque les hubiera contestado con su conocido lenguaje cáustico. Él sabía muy bien que Alejo, el jovencito que protegía, era el hijo bastardo de su hermano. Cavafy ya está ensimismado. Su familia ha perdido toda su fortuna Y desde que el tifo le quitó la vida a su Hermes bien amado…
De noche en el cine. ¡Como siempre!. La primera película sonora era “La rosa blanca”, un musical de Mohammad Karim, cuyo protagonista era el gran cantante Mohammad (¡él también!) Abdel Wahab, con fuertes influencias de las canciones populares. Ismini quedó encantada. En el recreo, echa una mirada al periódico griego que se había comprado en el bar del cine.
DIARIO
NUEVA VIDA
AÑO 1924, VOL. CCLVII
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EL FILÓSOFO KAZANTZAKIS ENTRTEVISTA
AL PRIMER MINISTRO MUSSOLINI
ROMA, de nuestro correspondiente.
Nuestro escritor y periodista cretense Nikos Kazantzakis[7] visitó Italia por tres meses, donde se encontró con el político militar Benito Mussolini[8], el personaje implacable que ha decidido cambiar la trayectoria de su país y la del mundo entero.
Kazantzakis es un observador duro de la realidad y frecuentemente se convierte en un adepto del mundo que describe, sin suavizar las circunstancias, considerando la tendenciosidad como el eje principal de la acción histórica.
“Estaba esperando con impaciencia en el Palacio de Chigi para ver a Duce, ese hombre tan potente… Dos jóvenes, altos y delgados, vestidos de camisas negras, se pusieron de pie a la puerta. Tenían un aspecto indiferente y a la vez salvaje y tranquilo; y yo sentí el símbolo que tan frecuentemente tienen los escudos: dos leones heráldicos que están de guardias. De repente, apareció un fascista brutal y me hizo un gesto; Mussolini me estaba esperando. La gran puerta se abrió silenciosamente y se cerró de la misma manera. Me encontré en una sala enorme; la luz era tenue y yo me detuve esperando. No sabía si alguien estaba adentro… Al fondo, a la derecha, detrás de un escritorio bajo, distinguí a un hombre mirando y acechándome. De altura media y piernas cortas, cabeza grande, con rasgos marcados, toda un mentón y una frente, llena de esquinas, como si fuera tallada en madera durísima. Una dentadura grande, primitiva, una mirada fría y excitada. Suexpresión era desapercibidamente inamistosa. Dentro de mí nacieron dos certidumbres: ese hombre tiene una fe; ¡ese hombre no tienemiedo!...
Su voz se escuchó cansada, desdeñosa, seca”:
-¿Qué quiere usted?
Yo no escuché muy bien.
-¿Qué dijo usted?
Su voz se hizo más impaciente y inamistosa.
-¿Qué quiere?
Por un momento me quedé callado, estremecido. En mi mente relampagueó la idea de irme sin pronunciar ni una palabra. Pero inmediatamente me calmé y sentí que ese hombre tenía el derecho de comportarse así… Ese hombre ha abierto un camino, lleva en sus manos una nación entera; tiene el derecho de comportarse como quiera. Entonces, tranquilo, le contesté.
-Quiero verle; nada más. Entonces, su cara se iluminó. Sus rasgos se calmaron y se endulcecieron; dijo con una voz un poco más caliente:
-¡Ah, eso sí! Pero, nada de charlas; estoy tremendamente ocupado. No tengo ni un segundo para perder. Escríbame las preguntas que me quiere hacer; si son buenas, contestaré. Si no lo son, entonces, no.
Yo me referí a mi viaje por Rusia. Él, apenas escuchó la palabra Moscú, estalló. Su cara brillaba. Yo no esperaba de su parte tanta impaciencia ni tanto fervor. Extendió su mano como si quisiera agarrarme por el hombro, para que no me fuera y dijo en un tono diferente, ya nada fatigado, ni inamistoso:
-¿Usted acaba de venir aquí desde Rusia?
-Sí, estuve allí por cuatro meses, para investigar el bolchevismo.
-Entonces, soy yo quien le va a entrevistar a usted; yo le preguntaré y usted contestará… ¿Qué es lo que hacen esos rusos?
Esa frase suya estaba llena de curiosidad, fervor y preocupación. Como de una persona que preguntaba acerca de su hogar, con quienes se había peleado.
-Están trabajando. Hacen un esfuerzo sobrehumano para crear un mundo nuevo. Aquí en Roma, he encontrado grandes similitudes entre el
bolchevismo y el fascismo.
Se volteó de golpe y me miró como si quisiera perforarme con su dura mirada frenética:
-¿Qué quiere decir?
-Eso: tanto aquí, como también en Moscú, he encontrado el mismo sometimiento austero y duro del individuo en el conjunto social… La misma disciplina. El mismo odio por las pequeñas libertades y el mismo esfuerzo para alcanzar la gran libertad. He encontrado, además, el mismo entusiasmo ardiente de la juventud. Solamente en Moscú y en Roma existen jóvenes originales. Los rusos aún no han encontrado una fe más profunda que las teorías económicas. Están propagando exageradamente el materialismo…
1
Ismini, la pasionaria, entra en el pensamiento de su héroe, Kazantzakis:
-Pero nosotros no queremos ser ni bolcheviques, ni fascistas. ¿Qué se hizo la tercera vía? Se ha perdido… ¡Así es! En los períodos históricos críticos el camino recto siempre se pierde. Precisamente por eso son críticos esos momentos. Y, ¿qué se va a hacer? Una guerra desafortunada…
En 1932, un cáncer en la garganta llevó a Constantino Cavafy a Atenas, donde perdió por completo su voz y se comunicaba con mensajes escritos:
“¡Qué desgracia! Mientras uno está hecho para las obras bellas y grandes, esa suerte injusta siempre se niega a animarnos; nos niega el éxito...”
Decide regresar a Alejandría;
-“¿Dónde podría vivir mejor?”, se pregunta. “Debajo de mí, el prostíbulo sacia las necesidades carnales. Y por ahí está también la iglesia, donde todos los pecados se perdonan. Y más abajo, el hospital, donde moriremos.”
Murió de madrugada, el día 29 de abril de 1933, el día de sus cumpleaños.
Dentro de poco, alrededor del año 1937, el rey Faruk I[9] se clavará en el trono, hasta que venga, más tarde, el grupo de los oficiales libres, para darle una patada al culo. Los ingleses abandonarán Egipto en 1946 –excepto, ¡claro!, del canal de Suez-, pero la guerra con Palestina afligirá el país en 1948. En Abisinia[10], el rey Haile Selassie echa a los fascistas italianos al mar… En el “cine-ISMINI”, (¡Claro!, lo consideraba como suyo, ya que pasaba día y noche ahí), la agitación de la década de 1940 se limitó con medidas paulatinamente más opresivas. Es la época de las películas de la fuga, con Leila Murad.
Verano. Alejandría está echando su lánguida siesta, en su consciencia legendaria y arrogante. Las letras, siempre en florecimiento, envueltas en su túnica cristiana y maquilladas con un talco francés... El barrio griego hormiguea de gente. Alejandría tiene también muchos italianos, ingleses, y otras gentes de todo el mundo. Una panspermia. Una radio difunde la cultura por la ventana. Francesa, claro. Más allá, en los café-amán, las mujeres de Esmirna cantan todavía sus penas y sus amores, y bailando muestran descaradamente sus axilas depiladas con halawa –azúcar hervido con limón. En la mezquita de Busir, ahí donde está enterrado el jeque y poeta Mohammad al-Busir, y están escritos en las paredes los versos de su “Manto”, su obra maestra, los fetfa –los jueces coránicos- dan sus explicaciones multifacéticas a los versos del Corán, según les convenga cada vez. “La penuria mental produce el auto-sacrificio”, dirá más tarde Michel Onfray; “conlleva una penuria sexual, cognitiva, política e intelectual, entre otras. Es extraño el hecho de que el espectáculo de la demencia del prójimo hace sonreír al que cierra sus ojos ante la propia locura. El cristiano que come pescado los viernes, se ríe del musulmán, quien se niega a consumir carne de cerdo, -y él, a su vez, se burla del judío, que rechaza los crustáceos...” Pero, la penuria, se ha expandido como una peste por todo el Egipto del rey Faruk.
En el centro europeo de Alejandría, las prostitutas, las mujeres-carne, las mujeres-calle, deambulan por las aceras con sus tacones altos sus bellezas por vender, con un aire occidental. Una ciudad al borde del orden absoluto y del caos total... Individuos pasan como fantasmas... La monarquía es desaprobada por sus abusos del poder. Y este año, en 1952, la austera, educada y rica prima Efthymía –ella, como su madre, también, la tía Eleni), invade como el jamsín –el viento ardiente del desierto- la casa-museo de Mahmudiya y, sudada y enrojecida por la ira, chilla:
-¡Los negros se han sublevado! ¡Abren las casas y las tiendas de los blancos y roban! ¡Han ocupado también el Palacio Municipal!
Pues, el racismo es una enfermedad contagiosa.
-¡Nasser[11] ha proclamado la República!
Ismini, con una sonrisa furtiva, sale por las calles corriendo, para ir a su cine, a ver la última película. “Devuélveme mi corazón” se llama y elogia la revolución de Nasser, mientras que, a la vez, critica los viejos valores sociales.
Pues, vino la revolución...
Las luces púrpuras y doradas de Alejandría se han apagado.
-“Las personas hacen su propio destino”, susurra Ismini a sí misma.
¡Eso fue todo! Fuera, por Bab el-Bahr –la Puerta del Mar- y atrás, a Grecia. Se perdió la nobleza, todo se fue...
[1] Todos los hechos históricos, como también los acontecimientos familiares que constituyen este libro son absolutamente verdaderos. Solamente en este capítulo se han hecho algunos cambios cronológicos y de nombres, para poder confeccionar esta narración de modo más breve.
[2] Constantino Petru Cavafis, conocido también como: Konstantin o Konstantinos Petrou Kavafis, Kavaphes o Cavafy (Alejandría, Egipto, 1863 – Atenas, 1933): poetagriego, una de las figuras literarias más importantes del siglo XX y uno de los mayores exponentes del renacimiento de la lengua griega moderna. En su poesía examinó de manera crítica los aspectos de la cristiandad, el patriotismo y la homosexualidad.
[3] Hermes, el mensajero, era uno de los 12 dioses olímpicos de la Grecia clásica (s. V a.C.). Su estatua de cobre, hecha por el antiguo escultor Praxíteles, se ha considerado como el ejemplo perfecto del cuerpo masculino. En el año 1926 de nuestra era, la estatua fue arrojada por las olas del mar Egeo a la costa de Maratón, y hoy está expuesta en la sala 37 del Museo Nacional arqueológico de Atenas, con el nr. 15118.
[4] Cacto de flores moradas, característico de las regiones secas alrededor del mar Mediterráneo.
[5] Hizb al-Wafd: El movimiento nacionalista egipcio.
[6] El casco antiguo de cada ciudad árabe.
[7] Nikos Kazantzakis (Heraclión de Creta, Imperio Otomano, 1883 - Friburgo de Brisgovia, Alemania1957): escritor y poeta griego, autor de ensayos, obras de teatro y libros de viaje. Es, posiblemente, el escritor y filósofo griego más importante del siglo XX y el que a más lenguas y dialectos ha sido traducido. No fue muy conocido hasta el estreno -en 1964- de la película de Michael Cacoyannis: “Zorba el griego”, basada en la novela de Kazantzakis Alexis Zorbas.
[8] Benito Amilcare Andrea Mussolini (Italia, 1883 - 1945): militar y dictadoritaliano. Primer ministro del Reino de Italia desde 1922 hasta 1943, cuando fue depuesto y encarcelado. Escapó gracias a la ayuda de la Alemania Nazi, y recibió el cargo de Presidente de la República Social Italiana hasta su derrocamiento en 1945. En abril de 1945, trató de escapar a Suiza, pero fue capturado y ejecutado a tiros, cerca del lago de Como por partisanos comunistas. Su cuerpo fue llevado a Milán donde fue ultrajado.
[9] Faruq I (1920-1965): Último rey de Egipto, perteneciente a la dinastía de Muhammad Ali.
[10] La región de Alta Etiopía, en el Cuerno de África oriental.
[11] Nasser, Gamal Abdel (Egipto, 1918-1970): El segundo presidente de Egipto; contribuyó a la industrialización de su país, después de haber logrado la caída del rey Faruk del trono.
Sigue el capítulo 12: I. Tanzanía: En África se ríen para no llorar.