Ia. Andanzas
A principios del año 1914, un inglés de veintiséis años, llamado T. E. Lawrence[1], licenciado por la Universidad de Oxford, viaja al Oriente Medio, en expedición arqueológica dirigida por el Museo Británico, donde excava las ruinas hititas[2] en Mesopotamia. En su jaima, en medio del desierto, trata de aprender la lengua y las costumbres de los nómadas beduinos[3].
Cuando estalla la Segunda Guerra Mundial, el aventurero Lawrence se hace oficial del servicio de información militar en el Cairo, donde en octubre de 1916, unos jeques[4] saudíes –sheikh se llaman en árabe- le confían que con la oportunidad de la intervención del imperio otomano en la Primera Guerra Mundial, quieren derrumbar la soberanía tiránica de los turcos en su país; él inmediatamente viaja a Yeda[5] y les ayuda, ya que Turquía era un aliado de los alemanes, los enemigos mortales de Gran Bretaña.
Sin embargo, Lawrence, con su táctica suprema, logró frenar a las fuerzas armadas de los enemigos, cortando sus comunicaciones y destruyendo sus vías ferrocarriles, cosa que le otorgó el puesto de consejero del príncipe Faisal Ibn Al-Saud[6], quien había nacido en Estambul. Revoltijos de la historia... Cien mil eran los beduinos que lucharon con su apoyo en contra de los turcos, y solamente diez mil de ellos perdieron su vida. Y en junio de 1917, la guerrilla árabe consiguió su mayor victoria en Aqaba, la parte norteña del Mar Rojo. Aqaba era para los británicos una posible puerta para amenazar el Canal de Suez. El 6 de julio del mismo año, ese puerto fue arrasado en ruinas tras el bombardeo de las naves británicas.
Por esos lugares fue donde Alexios, el padre de Anguelís y de Smaragdís perdió su vida. En el desierto rocoso de Yemen, salpicado de mezquitas con minaretes tubulares y rematados por domos estriados, entre las escasas palmeras, y con las casas-torre de ladrillo, altas y estrechas, en cuyas ventanas arqueadas el yeso blanco resalta sobre el color pardo del adobe, en esa lejanía del mundo (que hoy suena paradisíaca para los viajeros –uno de los cuentos de Sheherazade, sacado de las mil y una noches-, pero que entonces era el infierno terrenal con sus camellos sedientos a una altitud de dos mil metros), ahí, donde dice la leyenda que llegó Sem -el hijo de Noé-, tras el Diluvio Universal, ahí fue que una bala hizo volar por los aires el alma de Alexios, un descendiente bizantino, tataranieto potencial del emperador Alexius Komneno[7], un simple padre de dos hijos huérfanos de madre, un hombre ingenuo, inocente, que nada tenía que ver con las intrigas de los políticos y los militares que reaccionan según sus recaídas psicóticas. El 27 de septiembre de 1918, era un día sofocado en una nube celestial gris pero bochornosa, y ahogado en una bruma terrenal arenosa e irrespirable. Alexios, agotado ya, tanto por las siniestralidades de la guerra, como también por las dificultades de su vida personal, arrastra sus pies cabizbajo, siguiendo los pasos de Lawrence y de sus fuerzas árabes por el desierto, quienes están persiguiendo a las tropas turcas que se están batiendo en retirada caliente y apurada. Alexios, un soldado de consciencia griega, forzado a alistarse en el ejército turco, ya ha decidido desertar y pedir asilo a las tropas de Lawrence. Llegan a un pueblo minúsculo, un oasis con casas color ocre, esculpidas en adobe cocido bajo el disco solar, entre palmeras quemadas; silencio mortal y humo negro predominan en la atmósfera. Alexios alza su mirada opaca y divisa en el horizonte unos bultos humanos acostados boca abajo, con las manos abiertas, como abrazando la tierra. Venerándola. Ambiente de mezquita al aire libre en momento de oración... Pero, él presiente el horror: son montones de mujeres y niños muertos; una carnicería brutal que habían dejado atrás los turcos al pasar por ahí: cuerpos tiernos femeninos e infantiles, mutilados y esparcidos entre las ruinas humeantes.
-“¡No toméis prisioneros!”, da su orden sarcástica Lawrence. Enfermizo ya, de cuerpo y de mente, contempla a los turcos desvaneciendo en el horizonte. Alexios camina como perdido entre cadáveres manchados de sangre y pólvora, y miembros de cuerpos, y su mirada se clava en una espada metida entre las piernas abiertas de una mujer joven acostada boca arriba. Siente que alguien le está tirando la manga de su uniforme rígido por la suciedad y por su cualidad militar. Es una niña, de tres o cuatro años, de cabello afeitado, descalza, vestida en bata –“gelebiya” se llama en árabe- de color anteriormente blancuzco, y manchada a lo largo con sangre oscura, negra, seca, que venía de una herida de espada, enorme y fibrosa, que le cruzaba la unión de su cuello con el resto del cuerpo. La niña trató de correr con unos pasos inseguros, como queriendo escapar, pero de repente se sostiene abrazando la pierna de Alexios, y le grita con una voz que dejó un eco horroroso en el silencio letal del desierto solitario:
-¡No me golpee, ya sayidi[8]!
Él se agacha para acariciarla, pensando en su mente distorsionada que era hija de él. La niña, asustada por el movimiento de Alexios, alza sus manitas como para suplicarle, pero inmediatamente se cae inmóvil al suelo, mientras que la sangre, roja esta vez, caliente, brota por entre su ropa.
Ahí fue que una bala extraviada hizo volar por los aires el alma de Alexios. Libre ya de los terrores de la vida...
Allá, en las lejanías de Estambul, en casa, Maryora está arrullando a Smaragdís –su bebecito, su tesoro de esmeralda-, cantándole una melodía oriental que la obsesiona:
“Detrás de cajones abarrotados / como endemoniada anda errando. / Hace años ya, al mozo dulce está esperando Şerah, la desvelada... / Relampaguea la espada del jinete como el fuego, / los hierros se arquean y desagárranse los cuerpos. / Y secuestra a Şerah / y todas gritan: ¡Alá, Alá – Dios mío! / ey, güle olsun – ¡adiós! / Lloran las esclavas en el harén, / temen la ira del bajá...”
De repente, siente que una apariencia, una sombra obscura de un enemigo invisible la está atacando. Una sensación de flotar dentro de un aura negra la está sobrecogiendo. Inmediatamente piensa en su hermano que está luchando con los bárbaros en aquel país negro, de Arabia...
-Virgen de Balıklı, acude a su ayuda, te ruego... y yo, en tu día, una vela tan alta como mi tamaño te encenderé...
Levanta dos dedos, el índice y el meñique, y dobla el digital debajo del anular y del dedo del corazón, y -en señal de brujería- dirige su palma hacia el Oriente, donde se encuentra el palacio del bajá.
-“¡Cruz, gloria de los Ángeles y trauma de los demonios!”, grita con voz solemne de oración. “¡Maldito el malparido Sultán Abdül Hamid!”, chilla endemoniada. “...que me robó el hermano, me desgarró mi corazón...”
En vano. Una furtiva lágrima surca su rostro.
En octubre de 1918, -en pleno desarrollo de la Revolución Soviética-, Lawrence, ya agotado por la guerra, fue capturado en Damasco[9]. Ahí sufrió torturas, hambre y enfermedades. En fin, acabó deprimido por el faccionalismo de los jeques. Su ilusión por la independencia de los árabes fue diluida. Más tarde, en 1922, cuando Esmirna, la ciudad principal del Asia Menor, será incendiada por las tropas paramilitares de Kemal Atatürk, Lawrence se alistará en la RAF –la Fuerza Aérea Británica- para escribir en 1926 “Los Siete Pilares de la Sabiduría”, el libro que le dará su fama. Murió en 1935, en un accidente de motocicleta. Ironías del destino...
Total que las brasas que calentarían el caldero del Oriente Medio de ahí en adelante y por muchos decenios, ya se habían puesto. Lawrence creyó haber beneficiado a los árabes en su Revolución, pero ellos todavía opinan que el dinero no es como la tierra: se esfuma y la gente queda de nuevo pobre.
-Lawrence les dio a nuestros padres mucho oro, pero ni un pedazo de tierra, y sobre todo, no nos dio la libertad que nos prometió. Estamos seguros de que él sabía muy bien que los ingleses casi nunca cumplen con sus promesas y obligaciones. Él era uno de ellos. Nos engañó prometiéndonos independencia, mientras nos utilizó para los intereses de la corona británica. Pero nosotros, los árabes, creemos más en las personas que en las instituciones...
Lawrence de Arabia escribe en su libro que se sentía avergonzado por la actitud de su país...
Historias paralelas que ponen en contacto a personas desconocidas, ignorantes e insospechadas. “Emek olmadan yemek olmaz – Sin dolor, no hay ganancia”, dicen los turcos.
[1] Lawrence, Thomas Edward (1888-1935): Arqueólogo, militar, espía y escritor británico que sublevó a los árabes en contra de los turcos.
[2] Los hititas, también llamados hetitas o heteos, fueron una población de origen indoeuropeo que se instaló en la región central de la península de Anatolia entre los siglos XVIII y XII a. C., teniendo la ciudad de Hattusa como capital. Hablaban una lengua propia indoeuropea, usando jeroglíficos propios y en otras ocasiones escritura cuneiforme prestada de la asiria. Aglutinó a numerosas ciudades-estado de culturas muy distintas entre ellas y llegó a crear un influyente imperio gracias a su superioridad militar y a su gran habilidad diplomática, constituyéndose así como la tercera potencia en Oriente Medio (junto a Babilonia y Egipto). (Wikipedia).
[3] Árabes nómadas.
[4] Jeque (en árabe: sheyj significa anciano) es un título de líderes religiosos o políticos, comparable al arquetipo de viejo sabio.
[5] Ciudad de Arabia Saudita, cerca de Meca y Medina, hoy importante centro empresarial.
[6] Al-Saud ibn, Faisal (1904-1975): Tercer rey de Arabia Saudita.
[7] Komneno, Alexius [Alejo] I (1081-1118): Emperador bizantino.
[8] Ya sayidi: En árabe = “Mi Señor, mi amo”.
[9] La capital de Siria.
Sigue el 6. capítulo: II. La cara griega de Turquía
Cuando estalla la Segunda Guerra Mundial, el aventurero Lawrence se hace oficial del servicio de información militar en el Cairo, donde en octubre de 1916, unos jeques[4] saudíes –sheikh se llaman en árabe- le confían que con la oportunidad de la intervención del imperio otomano en la Primera Guerra Mundial, quieren derrumbar la soberanía tiránica de los turcos en su país; él inmediatamente viaja a Yeda[5] y les ayuda, ya que Turquía era un aliado de los alemanes, los enemigos mortales de Gran Bretaña.
Sin embargo, Lawrence, con su táctica suprema, logró frenar a las fuerzas armadas de los enemigos, cortando sus comunicaciones y destruyendo sus vías ferrocarriles, cosa que le otorgó el puesto de consejero del príncipe Faisal Ibn Al-Saud[6], quien había nacido en Estambul. Revoltijos de la historia... Cien mil eran los beduinos que lucharon con su apoyo en contra de los turcos, y solamente diez mil de ellos perdieron su vida. Y en junio de 1917, la guerrilla árabe consiguió su mayor victoria en Aqaba, la parte norteña del Mar Rojo. Aqaba era para los británicos una posible puerta para amenazar el Canal de Suez. El 6 de julio del mismo año, ese puerto fue arrasado en ruinas tras el bombardeo de las naves británicas.
Por esos lugares fue donde Alexios, el padre de Anguelís y de Smaragdís perdió su vida. En el desierto rocoso de Yemen, salpicado de mezquitas con minaretes tubulares y rematados por domos estriados, entre las escasas palmeras, y con las casas-torre de ladrillo, altas y estrechas, en cuyas ventanas arqueadas el yeso blanco resalta sobre el color pardo del adobe, en esa lejanía del mundo (que hoy suena paradisíaca para los viajeros –uno de los cuentos de Sheherazade, sacado de las mil y una noches-, pero que entonces era el infierno terrenal con sus camellos sedientos a una altitud de dos mil metros), ahí, donde dice la leyenda que llegó Sem -el hijo de Noé-, tras el Diluvio Universal, ahí fue que una bala hizo volar por los aires el alma de Alexios, un descendiente bizantino, tataranieto potencial del emperador Alexius Komneno[7], un simple padre de dos hijos huérfanos de madre, un hombre ingenuo, inocente, que nada tenía que ver con las intrigas de los políticos y los militares que reaccionan según sus recaídas psicóticas. El 27 de septiembre de 1918, era un día sofocado en una nube celestial gris pero bochornosa, y ahogado en una bruma terrenal arenosa e irrespirable. Alexios, agotado ya, tanto por las siniestralidades de la guerra, como también por las dificultades de su vida personal, arrastra sus pies cabizbajo, siguiendo los pasos de Lawrence y de sus fuerzas árabes por el desierto, quienes están persiguiendo a las tropas turcas que se están batiendo en retirada caliente y apurada. Alexios, un soldado de consciencia griega, forzado a alistarse en el ejército turco, ya ha decidido desertar y pedir asilo a las tropas de Lawrence. Llegan a un pueblo minúsculo, un oasis con casas color ocre, esculpidas en adobe cocido bajo el disco solar, entre palmeras quemadas; silencio mortal y humo negro predominan en la atmósfera. Alexios alza su mirada opaca y divisa en el horizonte unos bultos humanos acostados boca abajo, con las manos abiertas, como abrazando la tierra. Venerándola. Ambiente de mezquita al aire libre en momento de oración... Pero, él presiente el horror: son montones de mujeres y niños muertos; una carnicería brutal que habían dejado atrás los turcos al pasar por ahí: cuerpos tiernos femeninos e infantiles, mutilados y esparcidos entre las ruinas humeantes.
-“¡No toméis prisioneros!”, da su orden sarcástica Lawrence. Enfermizo ya, de cuerpo y de mente, contempla a los turcos desvaneciendo en el horizonte. Alexios camina como perdido entre cadáveres manchados de sangre y pólvora, y miembros de cuerpos, y su mirada se clava en una espada metida entre las piernas abiertas de una mujer joven acostada boca arriba. Siente que alguien le está tirando la manga de su uniforme rígido por la suciedad y por su cualidad militar. Es una niña, de tres o cuatro años, de cabello afeitado, descalza, vestida en bata –“gelebiya” se llama en árabe- de color anteriormente blancuzco, y manchada a lo largo con sangre oscura, negra, seca, que venía de una herida de espada, enorme y fibrosa, que le cruzaba la unión de su cuello con el resto del cuerpo. La niña trató de correr con unos pasos inseguros, como queriendo escapar, pero de repente se sostiene abrazando la pierna de Alexios, y le grita con una voz que dejó un eco horroroso en el silencio letal del desierto solitario:
-¡No me golpee, ya sayidi[8]!
Él se agacha para acariciarla, pensando en su mente distorsionada que era hija de él. La niña, asustada por el movimiento de Alexios, alza sus manitas como para suplicarle, pero inmediatamente se cae inmóvil al suelo, mientras que la sangre, roja esta vez, caliente, brota por entre su ropa.
Ahí fue que una bala extraviada hizo volar por los aires el alma de Alexios. Libre ya de los terrores de la vida...
Allá, en las lejanías de Estambul, en casa, Maryora está arrullando a Smaragdís –su bebecito, su tesoro de esmeralda-, cantándole una melodía oriental que la obsesiona:
“Detrás de cajones abarrotados / como endemoniada anda errando. / Hace años ya, al mozo dulce está esperando Şerah, la desvelada... / Relampaguea la espada del jinete como el fuego, / los hierros se arquean y desagárranse los cuerpos. / Y secuestra a Şerah / y todas gritan: ¡Alá, Alá – Dios mío! / ey, güle olsun – ¡adiós! / Lloran las esclavas en el harén, / temen la ira del bajá...”
De repente, siente que una apariencia, una sombra obscura de un enemigo invisible la está atacando. Una sensación de flotar dentro de un aura negra la está sobrecogiendo. Inmediatamente piensa en su hermano que está luchando con los bárbaros en aquel país negro, de Arabia...
-Virgen de Balıklı, acude a su ayuda, te ruego... y yo, en tu día, una vela tan alta como mi tamaño te encenderé...
Levanta dos dedos, el índice y el meñique, y dobla el digital debajo del anular y del dedo del corazón, y -en señal de brujería- dirige su palma hacia el Oriente, donde se encuentra el palacio del bajá.
-“¡Cruz, gloria de los Ángeles y trauma de los demonios!”, grita con voz solemne de oración. “¡Maldito el malparido Sultán Abdül Hamid!”, chilla endemoniada. “...que me robó el hermano, me desgarró mi corazón...”
En vano. Una furtiva lágrima surca su rostro.
En octubre de 1918, -en pleno desarrollo de la Revolución Soviética-, Lawrence, ya agotado por la guerra, fue capturado en Damasco[9]. Ahí sufrió torturas, hambre y enfermedades. En fin, acabó deprimido por el faccionalismo de los jeques. Su ilusión por la independencia de los árabes fue diluida. Más tarde, en 1922, cuando Esmirna, la ciudad principal del Asia Menor, será incendiada por las tropas paramilitares de Kemal Atatürk, Lawrence se alistará en la RAF –la Fuerza Aérea Británica- para escribir en 1926 “Los Siete Pilares de la Sabiduría”, el libro que le dará su fama. Murió en 1935, en un accidente de motocicleta. Ironías del destino...
Total que las brasas que calentarían el caldero del Oriente Medio de ahí en adelante y por muchos decenios, ya se habían puesto. Lawrence creyó haber beneficiado a los árabes en su Revolución, pero ellos todavía opinan que el dinero no es como la tierra: se esfuma y la gente queda de nuevo pobre.
-Lawrence les dio a nuestros padres mucho oro, pero ni un pedazo de tierra, y sobre todo, no nos dio la libertad que nos prometió. Estamos seguros de que él sabía muy bien que los ingleses casi nunca cumplen con sus promesas y obligaciones. Él era uno de ellos. Nos engañó prometiéndonos independencia, mientras nos utilizó para los intereses de la corona británica. Pero nosotros, los árabes, creemos más en las personas que en las instituciones...
Lawrence de Arabia escribe en su libro que se sentía avergonzado por la actitud de su país...
Historias paralelas que ponen en contacto a personas desconocidas, ignorantes e insospechadas. “Emek olmadan yemek olmaz – Sin dolor, no hay ganancia”, dicen los turcos.
[1] Lawrence, Thomas Edward (1888-1935): Arqueólogo, militar, espía y escritor británico que sublevó a los árabes en contra de los turcos.
[2] Los hititas, también llamados hetitas o heteos, fueron una población de origen indoeuropeo que se instaló en la región central de la península de Anatolia entre los siglos XVIII y XII a. C., teniendo la ciudad de Hattusa como capital. Hablaban una lengua propia indoeuropea, usando jeroglíficos propios y en otras ocasiones escritura cuneiforme prestada de la asiria. Aglutinó a numerosas ciudades-estado de culturas muy distintas entre ellas y llegó a crear un influyente imperio gracias a su superioridad militar y a su gran habilidad diplomática, constituyéndose así como la tercera potencia en Oriente Medio (junto a Babilonia y Egipto). (Wikipedia).
[3] Árabes nómadas.
[4] Jeque (en árabe: sheyj significa anciano) es un título de líderes religiosos o políticos, comparable al arquetipo de viejo sabio.
[5] Ciudad de Arabia Saudita, cerca de Meca y Medina, hoy importante centro empresarial.
[6] Al-Saud ibn, Faisal (1904-1975): Tercer rey de Arabia Saudita.
[7] Komneno, Alexius [Alejo] I (1081-1118): Emperador bizantino.
[8] Ya sayidi: En árabe = “Mi Señor, mi amo”.
[9] La capital de Siria.
Sigue el 6. capítulo: II. La cara griega de Turquía