II. La cara griega de Turquía
-Abuela, ¿cómo es que caben las casas en una isla?
-Caben, mijo, caben… ¡Cómo que no van a caber!
En mis ojos infantiles, la pintura de Ténedos, la isla del mar Egeo de mi abuela Déspina, me parece tan pequeña, como un tablero de ajedrez, con sus minúsculas parcelas pajizas sobre el fondo turquesa de las olas. Al lado, a la izquierda, pinos de color verde oscuro. La isla es coronada por un castillo veneciano: arcos góticos en los gruesos paredones con almenas[1] grisáceas. Tengo sólo cinco años, y no puedo entender cómo puede ser que una casa tan grande como ésta, quepa en una isla tan pequeña, como la del cuadro. (Todavía vivo en un mundo de ensueños entre el realismo y la magia. Tampoco me ayuda la lengua; “caiba” digo, en vez de “quepa”.)
-Y ¿los establos de los caballos alados de Poseidón, el dios del mar?
-Esos están en las profundidades legendarias del mar misterioso.
-Y, abuela, ¿por qué tú y yo somos rubios y tenemos los ojos celestes con una gota de oro en la pupila? Los griegos, ¿no son morenos, de ojos castaños?
La abuela Déspina entiende mis porqués. Le parecen graciosos, y los espera con ansia, para expresar sus añoranzas por su tierra y su gente. Eso es para ella la afabilidad: enseñarme la sofisticada cultura mediterránea por medio de su propio amor. Ella es mi primera maestra.
-¡Ay!, mijito, ésta es una historia muy antigua, rara e interesante. Es la historia de nuestro nombre. Nuestra historia… Desde hace miles de años, en esas islas vivían unas gentes de piel blanca, pelo de azabache y ojos de miel. Ellos esculpían en el mármol blanco y traslúcido diosas de la fertilidad; y ellas ordenaron sigilosamente y nació el mar, la mar. Y contempláronla y la admiraron; y en medio de ella sembraron mundos pequeños a su imagen y semejanza: caballos pétreos de crin erizada, y ánforas[2] celestes, y dorsos arqueados de delfines… Con este poema de Elytis crecerás, mijo; este será tu compañía en los momentos difíciles, duros de la vida. Después de otros tantos milenios, gentes rubias y de ojos marinos bajaron del norte.
-Y ¿el oro, abuela?
-¡Ah!, el oro…
-Sí, esa pepita que tenemos en la pupila…
-Ésa es la continuación de la historia. ¡No seas impaciente! Ya estamos en el año 1717. Nuestra isla ha cambiado ya tres dueños: griegos, turcos y venecianos. Tu tatarabuelo, Konstantís, pobre y desanimado por las conquistas, va montado en su burrito entre los molinos de viento hacia las salinas. Pero el burro –“Psarís” se llamaba (Platero, diría Juan Ramón Jiménez, el escritor español)- no quiere caminar. Clava las patas en la tierra regada de vino y se niega insistentemente a seguir su ruta. Los animales tienen poderes… Son adivinos. Presienten las cosas –malas y buenas- de la vida. Sólo que nosotros, los humanos, no queremos entenderlos. Seguramente por que hemos perdido la inocencia… El viento, con una ráfaga tajante se detiene, y al fondo, las olas del mar se inmovilizan. Silencio absoluto. Una atmósfera mortal sobrecoge la naturaleza. El tatarabuelo queda sin respiración. De su pasmo le sacude un rugido profundo que sale de las entrañas telúricas. ¡De repente, la tierra empieza a temblar! Una raja se forma entre las patas del burro, y se abre como la boca del Mundo de Abajo. Konstantis brinca de la montura y el mecate se incrusta en su brazo para salvar a su querido burrito. Tras unos breves momentos –que duraron un siglo entero-, cuya memoria borra el cerebro para salvar a los seres humanos de la locura, el tatarabuelo y su burro abren con pavor sus pestañas empolvadas. La grieta negra en la planicie deslumbrante de escarcha de sal, como un baúl entreabierto de piratas, le ofrece los tesoros de la tierra. Esta vez no es el vino; una veta de oro verterá collares de monedas doradas en los cuellos de seda de la abuela Venetía y de todas las abuelas de la familia, que desde entonces se llamará: Malamatinas –los Dorados.
Los ojos de Déspina brillan por el entusiasmo. En pocas palabras me ha enseñado el epítome de la cultura helénica y griega; la antigua y la reciente. Así es nuestra mentalidad; minimal: al fondo el mar y al frente dos columnas, que solas, pero todavía de pie, perpetúan mudas la historia entre los milenios.
Por el contrario, la cultura oriental, la de Turquía, es “barroca”. Uno necesita muchas palabras para describir sus arabescos.
-Y, estas cositas blancas, aquí, entre las parcelas amarillas, ¿qué son, abuela?
-“Estas son las casas, que me preguntas; con sus tejas rojizas y las puertas azules. Sólo que hoy ya están arruinadas… Cortinas rotas de encaje blanco se agitan entre las ventanas abiertas… Y en las iglesias, ya no viven santos bizantinos… Sus imágenes tienen huecos en los ojos…”, tartamudea la abuela y con su pañuelo de encaje blanco seca una furtiva lágrima.
-Abuela, y tú, ¿naciste vieja? ¿Cuántos años tienes?
-“Yo nací el año 1900”, contesta la abuela riéndose y me pica con ternura los cachetes.
-¡Uy! Tienes 1900 años… ¡Eres muy antigua, abuela!
-Ya, vamos a que te ponga a comer. Hoy te hice trajanópita, tu comida preferida. Amasé la harina de trigo y estiré el hojaldre[3] hasta que se hiciera muy finito; y para relleno, mezclé en la sémola queso blanco, tomate y embutidos. Así tienen que ser las empanadas de las buenas amas de casa: delgaditas.
[1] Cada uno de los prismas que coronan los muros de las antiguas fortalezas para resguardarse en ellas los defensores. (RAE)
[2] Jarrones y vasijas de la antigüedad.
[3] El hojaldre es una masa crujiente, que se prepara con harina, mantequilla, agua y sal. Su textura es uno de sus grandes atractivos. Es un mito que el musaka de berenjenas es la comida típica de Grecia. Éste proviene de Turquía.
Sigue el 7. capítulo: III. La cara turca de... Turquía
-Caben, mijo, caben… ¡Cómo que no van a caber!
En mis ojos infantiles, la pintura de Ténedos, la isla del mar Egeo de mi abuela Déspina, me parece tan pequeña, como un tablero de ajedrez, con sus minúsculas parcelas pajizas sobre el fondo turquesa de las olas. Al lado, a la izquierda, pinos de color verde oscuro. La isla es coronada por un castillo veneciano: arcos góticos en los gruesos paredones con almenas[1] grisáceas. Tengo sólo cinco años, y no puedo entender cómo puede ser que una casa tan grande como ésta, quepa en una isla tan pequeña, como la del cuadro. (Todavía vivo en un mundo de ensueños entre el realismo y la magia. Tampoco me ayuda la lengua; “caiba” digo, en vez de “quepa”.)
-Y ¿los establos de los caballos alados de Poseidón, el dios del mar?
-Esos están en las profundidades legendarias del mar misterioso.
-Y, abuela, ¿por qué tú y yo somos rubios y tenemos los ojos celestes con una gota de oro en la pupila? Los griegos, ¿no son morenos, de ojos castaños?
La abuela Déspina entiende mis porqués. Le parecen graciosos, y los espera con ansia, para expresar sus añoranzas por su tierra y su gente. Eso es para ella la afabilidad: enseñarme la sofisticada cultura mediterránea por medio de su propio amor. Ella es mi primera maestra.
-¡Ay!, mijito, ésta es una historia muy antigua, rara e interesante. Es la historia de nuestro nombre. Nuestra historia… Desde hace miles de años, en esas islas vivían unas gentes de piel blanca, pelo de azabache y ojos de miel. Ellos esculpían en el mármol blanco y traslúcido diosas de la fertilidad; y ellas ordenaron sigilosamente y nació el mar, la mar. Y contempláronla y la admiraron; y en medio de ella sembraron mundos pequeños a su imagen y semejanza: caballos pétreos de crin erizada, y ánforas[2] celestes, y dorsos arqueados de delfines… Con este poema de Elytis crecerás, mijo; este será tu compañía en los momentos difíciles, duros de la vida. Después de otros tantos milenios, gentes rubias y de ojos marinos bajaron del norte.
-Y ¿el oro, abuela?
-¡Ah!, el oro…
-Sí, esa pepita que tenemos en la pupila…
-Ésa es la continuación de la historia. ¡No seas impaciente! Ya estamos en el año 1717. Nuestra isla ha cambiado ya tres dueños: griegos, turcos y venecianos. Tu tatarabuelo, Konstantís, pobre y desanimado por las conquistas, va montado en su burrito entre los molinos de viento hacia las salinas. Pero el burro –“Psarís” se llamaba (Platero, diría Juan Ramón Jiménez, el escritor español)- no quiere caminar. Clava las patas en la tierra regada de vino y se niega insistentemente a seguir su ruta. Los animales tienen poderes… Son adivinos. Presienten las cosas –malas y buenas- de la vida. Sólo que nosotros, los humanos, no queremos entenderlos. Seguramente por que hemos perdido la inocencia… El viento, con una ráfaga tajante se detiene, y al fondo, las olas del mar se inmovilizan. Silencio absoluto. Una atmósfera mortal sobrecoge la naturaleza. El tatarabuelo queda sin respiración. De su pasmo le sacude un rugido profundo que sale de las entrañas telúricas. ¡De repente, la tierra empieza a temblar! Una raja se forma entre las patas del burro, y se abre como la boca del Mundo de Abajo. Konstantis brinca de la montura y el mecate se incrusta en su brazo para salvar a su querido burrito. Tras unos breves momentos –que duraron un siglo entero-, cuya memoria borra el cerebro para salvar a los seres humanos de la locura, el tatarabuelo y su burro abren con pavor sus pestañas empolvadas. La grieta negra en la planicie deslumbrante de escarcha de sal, como un baúl entreabierto de piratas, le ofrece los tesoros de la tierra. Esta vez no es el vino; una veta de oro verterá collares de monedas doradas en los cuellos de seda de la abuela Venetía y de todas las abuelas de la familia, que desde entonces se llamará: Malamatinas –los Dorados.
Los ojos de Déspina brillan por el entusiasmo. En pocas palabras me ha enseñado el epítome de la cultura helénica y griega; la antigua y la reciente. Así es nuestra mentalidad; minimal: al fondo el mar y al frente dos columnas, que solas, pero todavía de pie, perpetúan mudas la historia entre los milenios.
Por el contrario, la cultura oriental, la de Turquía, es “barroca”. Uno necesita muchas palabras para describir sus arabescos.
-Y, estas cositas blancas, aquí, entre las parcelas amarillas, ¿qué son, abuela?
-“Estas son las casas, que me preguntas; con sus tejas rojizas y las puertas azules. Sólo que hoy ya están arruinadas… Cortinas rotas de encaje blanco se agitan entre las ventanas abiertas… Y en las iglesias, ya no viven santos bizantinos… Sus imágenes tienen huecos en los ojos…”, tartamudea la abuela y con su pañuelo de encaje blanco seca una furtiva lágrima.
-Abuela, y tú, ¿naciste vieja? ¿Cuántos años tienes?
-“Yo nací el año 1900”, contesta la abuela riéndose y me pica con ternura los cachetes.
-¡Uy! Tienes 1900 años… ¡Eres muy antigua, abuela!
-Ya, vamos a que te ponga a comer. Hoy te hice trajanópita, tu comida preferida. Amasé la harina de trigo y estiré el hojaldre[3] hasta que se hiciera muy finito; y para relleno, mezclé en la sémola queso blanco, tomate y embutidos. Así tienen que ser las empanadas de las buenas amas de casa: delgaditas.
[1] Cada uno de los prismas que coronan los muros de las antiguas fortalezas para resguardarse en ellas los defensores. (RAE)
[2] Jarrones y vasijas de la antigüedad.
[3] El hojaldre es una masa crujiente, que se prepara con harina, mantequilla, agua y sal. Su textura es uno de sus grandes atractivos. Es un mito que el musaka de berenjenas es la comida típica de Grecia. Éste proviene de Turquía.
Sigue el 7. capítulo: III. La cara turca de... Turquía